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Las recompensas

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“Papi, si me porto bien esta semana  me compras los Nike que yo quiero”. “Mamá, tú me prometiste que me ibas a comprar un celular nuevo  tan pronto pudieras. Acuérdate que el mío se me cayó  y no me puedo conectar bien. Los que así se expresan, son un niño de 10 años y una pequeña de 11, hijos de una vecina.

Existe la idea bastante extendida de estimular y recompensar a nuestros hijos e hijas, a veces más de lo debido. Eso está muy bien, pues con ello no solo elogiamos las buenas actitudes y comportamientos, sino también logramos prevenir conductas impropias. Sin embargo, tal método debe hacerse con sumo cuidado, ya que cuando no se aplica oportunamente, con frecuencia se obtienen resultados inesperados.

Los elementos de una recompensa tienen que elegirse atendiendo a la edad del menor y también, por supuesto, acorde al presupuesto  que se tiene. En la primera infancia constituye un estímulo adecuado el reconocimiento cariñoso que papá, mamá y toda la familia hagan de las buenas acciones del niño o la niña.

El empleo de palabras afectuosas y frases estimulantes reafirma en el menor la convicción de que se ha portado bien, como esperaban sus padres. En este caso, el premio tiene valor informativo y lo motiva a seguir por esa línea.

A medida que crece, se van formando intereses específicos o cierto deseo de ser complacido con determinados objetos. También ocurre cuando ya se es mayorcito, le prometen premios a cambio del cumplimiento de exigencias impuestas o, simplemente los exigen porque a tal o más cual amiguito o amiguita, ya los tienen. Si este sistema de emplea de manera reiterada se corre el riesgo de que se acostumbre a obrar por el deseo de obtener algún estimulo o recompensa o por el hecho de no ser menos que los de su grupo, y no comprenda la importancia de actuar conscientemente.

Si los estímulos son muy desproporcionados o frecuentes, pierden su efectividad. Lo mismo ocurre si se repiten de la misma forma. Para evitarlo es imprescindible no olvidar el papel formativo del premio.

La mayoría de las veces asociamos la recompensa con valores materiales; dinero, determinados equipos, ropa. Los he visto, apenas empezando la adolescencia, pedir a sus padres hacerse tatuajes y piercings y a estos, complacerlos, sin tener en cuenta sus pocas edades y los límites a los que aun deben de responder. Se olvida que los valores educativos deben de ser, sobre todo, morales y formativos.

 Cuando las acciones infantiles sirven a los fines del colectivo familiar o a su grupo, el hecho de alcanzar la meta deseada es, en sí misma, un gran premio.

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(Revista Mujeres )

 

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