“Qué niña más decente”, exclamó mi vecina, asombrada por el comportamiento de una pequeña de la cuadra. La frase, repetida con admiración por las personas donde vive la pequeña Samanta, refleja un referente esencial hacia un vocablo altamente reconocido por la sociedad de nuestros días, la decencia.
Una palabra que en el sistema de valores instituido y reconocido oficialmente y con los cuales cada individuo actúa según su interpretación personal de lo valioso, es la cualidad que mejor refleja la dignidad humana.
Un ejemplo contrastante, sin embargo, la ofreció un jovencito que intentó impedir que un anciano bastante achacoso y, por ende, más vulnerable a los embates de la covid-19, comprara delante de él en una cola porque el muchacho no lo había visto antes allí. Solo la protesta de algunas mujeres que se aliaron al viejo, impidió el abuso inhumano. No obstante, el desmedido muchachón le espetó amenazante a la cara:”Si tuviera 20 años menos…”
Sin duda, una actitud reveladora de una absoluta falta de educación, respeto y sentido de humanidad. Y surge la pregunta ¿Qué papel juega la familia de niños, niñas y adolescentes como el mencionado, que no han sido capaces de inculcarles determinados sentimientos honestos y justos? ¿Cómo educarlos, cómo evitar que anden y actúen a la desbandada, con total carencia de deberes y compromisos y tengan comportamientos respetuosos, decentes, aun en contra del medio familiar o social en que vivan y que, en ciertos casos, no les permitan ser ejemplo para ellos?
De hecho, si no se procede a tiempo puede iniciarse una conducta antisocial y surgir un niño, una niña o un adolescente deshonesto y hasta cruel, como el del ejemplo. Comportamiento que se manifiesta mediante el engaño, la invención, el fraude académico, el robo y el irrespeto. Conductas en la que está implícito el descuido y la desatención de quienes tienen a su cargo la educación infantil, porque desde muy temprano en la niñez, pequeños incidentes pueden enseñarlo a actuar con doblez, como cuando se le justifica su ausencia a clases con una mentira.
De ahí la importancia de ser inflexible con el principio de que somos los padres, la familia toda, los destinados a enseñar y a practicar la decencia en todos los actos de la vida: en las conversaciones, en el modo de vestirse, en los gestos y posturas, en el recato, la modestia y la dignidad, pues comportarse decentemente no es cuestión de genes, sino de educación, sensibilidad y mucho respeto por uno mismo y por los demás.
Difícilmente se pueda introducir virtudes si en la práctica son menospreciadas por los propios padres, que actúan de forma muy distante a aquello que tratan de inculcarles a sus hijos, pues no tienen moral para ello.
Comportamientos imprescindibles socialmente, como ceder el asiento a una anciana, ayudarla en su camino o que alguien nos dé las gracias o los buenos días, parecen haberse esfumado de la cotidianidad. Quizás porque hablamos mucho de valores en vez de demostrarlos con nuestro ejemplo y explicarlos a los hijos de manera comprensible para ellos.
Mientras más temprano se despierte en la infancia esa sensibilidad hacia todo lo que enaltece el civismo: patria, himno, bandera, cultura, respeto, bondad, altruismo, decencia, mayores serán las posibilidades de hacer de nuestros hijos personas dignas y merecedoras. No serán nunca el miedo ni la intimidación, que no fijan normas conscientes de disciplina, la mejor forma de practicarlos, sino la prédica recurrente de los mejores patrones.
Como me dijo alguien en una oportunidad, los valores no tienen fecha de vencimiento y quien siembra, cosecha.
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