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Trazos de vida en la epopeya de Girón

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Las pequeñas historias confluyen para armar las grandes hazañas. Sin ellas los heroísmos no tienen rostros, nombres, recuerdos. Hace sesenta años en las arenas de Playa Girón se fundieron varios trazos de vida para contribuir a la epopeya mayor. Lo hicieron también en los aeropuertos bombardeados, o en los caminos que las bombas borraron para los carboneros de la ciénaga.

Un miliciano, un piloto de combate, unos campesinos, unos jóvenes. Cada uno de ellos dejó allí su pequeña parte de destino y su dosis de tristeza, dolor y vida. Estas son sus historias.
La sangre de Eduardo

Eduardo García Delgado pintó con su sangre el nombre de Fidel.

Puerto Cabezas, 15 de abril, 2:00 am. Las escasas luces de la pista poco a poco desaparecen y en un momento todo es oscuridad y silencio. En el aire ya vuelan ocho aviones B-26 con las ametralladoras listas para abrir fuego. Llevan pintadas las insignias de la Fuerza Aérea Revolucionaria para confundir a sus víctimas en Cuba. Van pilotados por mercenarios y en la cola les agregaron tanques de combustible para soportar la travesía.

Las aeronaves avanzan varios kilómetros sobre el Mar Caribe antes de dividirse en las escuadrillas Linda, Puma y Gorila. Los dos primeros grupos van a La Habana, mientras el tercero cambia la ruta y se dirige a Santiago de Cuba. El propósito es destruir las bases y los equipos de la aviación en la Isla. Buscan dar el primer golpe para la invasión que vendrá después.

Mientras los aviones enrumban hacia sus objetivos, en el aeropuerto de Ciudad Libertad a Eduardo García Delgado por fin le llega el sueño. Debería estar fuera de la unidad, pero un amigo le pidió cambiar el pase para visitar a su familia y él aceptó sin problemas. Desde hace meses lo conocen como “el profe”, porque además de combatiente también se desempeña como instructor político de las tropas de artillería.

Vivía en La Habana cuando en enero de 1959 Fidel entró con los barbudos a la ciudad. Casi enseguida se unió a las Milicias Nacionales Revolucionarias, luego estuvo en la Escuela de Instructores Revolucionarios y más tarde en la de artillería. Allí aprendió a manejar las “cuatro bocas”, una de las escasas armas que tenía el país para defenderse de la aviación enemiga. Eduardo es un miliciano.

    Habían pasado casi cuatro horas desde el despegue de las ocho aeronaves de Puerto Cabezas cuando sintió acercarse a la primera. Cada vez el sonido es más fuerte, casi llega hasta él, ¿quiénes serán?, y de pronto las ráfagas que lo destruyeron todo. “¡Al suelo, al suelo!”, le grita a un compañero, mientras contempla la destrucción que causan ocho ametralladoras calibre 50.

Afuera todo es sorpresa. Aun en el segundo piso del dormitorio Eduardo escucha los gritos de los soldados: “otro avión, viene otro”, y de nuevo las ráfagas y el estruendo. Había que responder, pero ¿cómo despegar el cuerpo del suelo?, ¿cómo salir de aquel caos? En un instante “el profe” se levanta y cruza el pasillo para buscar un arma, pero entre tantas cosas los aviones también asesinan el tiempo y lo sorprenden sin protección. En su costado derecho tiene una hilera de agujeros de bala.

En la pista las cuatro bocas por fin abren fuego contra los agresores. Bajo el tableteo de los disparos un compañero ayuda a Eduardo a moverse, pero otra vez viene el ataque. ¡Abajo, abajo! —le grita—, pero el muchacho ya está acostado sobre una gran mancha roja. A su lado ve una puerta de madera y no lo duda, toca su propia sangre y comienza a escribir.

En medio de la destrucción dibuja una “F” y comienza a formar una palabra. El avión pasa y él no se detiene, moja un dedo y escribe, otra vez, una más, y termina con una “L” rojísima. De nuevo viene el ataque. Ahora son proyectiles rockets e impactan en el edificio, en el cuerpo del joven miliciano, en la historia. No han pasado diez minutos desde la llegada del primer avión y Eduardo ya no tiene vida. Muy cerca de su cuerpo, en un pedazo de madera que se conserva hasta hoy, su sangre grita el nombre de Fidel.
***

    “Víctor Caballero sacó a mi hermana, que ya estaba muerta, y la puso en el suelo. Yo estaba buscando a la gente. No veía a Cira María, porque su esposo la había llevado unos metros para dentro del monte. Cuando la vi, fue horrible, porque la pobre estaba muy quemada y herida.

    Seguí buscando a mi sobrina, Dulce María Martín, que la mataron allí mismo; ella tenía 14 años. Otra sobrina se golpeó al caerse del camión, pero no la hirieron. Continué mi carrera y busqué a mi hermana, que también estaba muerta.

    Yo seguía caminando entre los muertos y los heridos, pero no encontraba a mi esposo […] Entonces lo encontré, estaba muerto. Como a los 15 minutos llegó un camión con mercenarios y nos llevaron para Playa Larga. Yo estaba un poco atolondrada, recuerdo que lo único que repetía era que no podía dejar a mis muertos allí”

    (Testimonio de Amparo Ortiz, carbonera de la Ciénaga de Zapata, recogido en el libro Girón no fue solo en abril, de Miguel A. Sánchez).

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( Radio 26 ) 

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