, Año 64 de la Revolución______________________________

PARA LA HORA

Bitácora digital

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Andando por ahí, por esas calles…

En ocasiones anteriores he escrito sobre los numerosos perros vagabundos que pululan en las calles de algunos poblados de Ciénaga de Zapata. Pero en esta ocasión lo hago sobre algo mucho más serio e importante: se trata de un ser humano, aunque su actual modo de vida no se diferencie mucho del que llevan los canes.

La primera vez que lo vi pudo haber pasado inadvertido, a pesar de su aspecto desaliñado y su comportamiento algo inusual. Lo descubrí una mañana en la calle principal de Playa Larga, frente a la Casa de los Combatientes, durante mi habitual recorrido matutino hacia la emisora de radio ¨La Voz de la Victoria¨, donde laboro como periodista.

De complexión endeble y mediana estatura, negro de piel, aparentemente saludable y con una edad difícil de precisar, quizás de unos 50 años, su descuidado atuendo estaba compuesto por un pantalón y un abrigo de uso militar de color verdeolivo; un descolorido pulóver que alguna vez fue de tonalidad amarilla, una raída chaqueta de mezclilla azul colgada en el extremo de un bastón que llevaba sobre su hombro izquierdo, y zapatos de color negro deteriorados por el uso; sobre su cabeza, dos gorras de visera, blanca la de abajo y oscura la de arriba, que dejaban entrever unos cabellos rizos, entrecanos y revueltos.

Cotidianamente lo encontraba en disímiles sitios del tramo comprendido entre la llamada Zona WIFI y el Centro Comercial de Caletón, conocido popularmente como ¨El 24¨. Aunque también solía frecuentar el parquecito dedicado a las víctimas del terrorismo, ubicado cerca del Mercado Ideal ¨El Cenaguero¨.

Por lo general, se le podía ver sentado sobre una piedra con sus piernas cruzadas, casi siempre fumando, sumido en un profundo mutismo, a ratos interrumpido por susurrantes monólogos con frases confusas e incoherentes, y con la mirada perdida en el infinito, ajeno totalmente a los transeúntes locales y turistas extranjeros que circulaban por la calle frente a él. También lo hacía durante sus frecuentes caminatas por las calles de la localidad, sin que nadie le prestara la menor atención, condenado a un aislamiento social que se anticipó a la pandemia del nuevo  coronavirus, aunque nunca llevó nasobuco. Durante el monótono discurso, su rostro sin afeitar permanece inalterable, aunque en ocasiones se contraía con una especie de mueca semejante a una sonrisa algo burlona.

Cierta vez lo vi amanecer en la piquera de taxis cercana a la cafetería ¨Brisas del Mar¨, también conocido como ¨La TCA¨, donde dormía sobre un banco de concreto cubierto de cartones, con las piernas protegidas dentro de un saco de polietileno, la chaqueta azul como cobija y la cabeza sobre un pequeño bolo de madera que le servía de almohada. Se despertó solo cuando la aglomeración de pasajeros fue mayor, a pesar de que reinaba un absoluto silencio, como si todos temiéramos interrumpir su sueño.

Después de fumar tranquilamente un cigarrillo, decidió levantarse y, con toda la parsimonia del mundo, recogió sus pertenencias y las colocó dentro del saco: los cartones de dormir, varios pomos plásticos de diferentes tamaños, unos vacíos y otros con agua, una bolsa de nailon con algo dentro y un caracol gigante de mar. Esta vez vestía un short blanco y unas zapatillas del mismo color, igualmente deterioradas. Finalmente, puso a buen recaudo la ¨almohada¨, ocultándola debajo del banco-cama y se alejó por la calle, evidentemente sin rumbo definido, con el pantalón verdeolivo y la chaqueta azul colgando en el extremo de su inseparable bastón.

También lo encontré en horas tempranas de la noche merodeando por los alrededores de la panadería ¨La Estrella¨, quizás en busca de algún trozo de pan para mitigar su hambre crónica. Sin embargo, jamás lo vi buscando residuos de alimentos en los contenedores de basura, como es habitual en los llamados ¨buzos¨ que proliferan en otras partes del país, particularmente en la ciudad de La Habana.

Con el paso de los días, se me hacía cada vez más difícil continuar indiferente ante aquella escena de desolación, en la que muy pocos reparaban en la lastimosa presencia de aquel ser solitario que, como un etéreo fantasma, deambulaba por nuestras calles con un destino incierto; cada vez más solitario en la medida en que la población se autoaislaba en sus viviendas y las calles se iban quedando más desiertas.

Quizás por eso no pude evitar por mucho tiempo la imperiosa necesidad de intentar descubrir quién era el sujeto, cuál era su nombre, de dónde es, por qué vino a parar acá…; en fin, cuál es la misteriosa historia de su trágica existencia. Pero, sobre todo, saber cuál fue la causa que lo destruyó para siempre de esa manera: ¿la pérdida irreparable de un ser querido?, ¿un quebranto amoroso, de esos que nos marcan para toda la vida?, ¿las secuelas de alguna adicción destructiva que no pudo controlar a tiempo?...

Pero, por mucho que indagué, muy poco pude conocer acerca de su historia de vida, aunque alguien especuló que era graduado de Ingeniero Eléctrico, que si era de Australia o de Jovellanos, que si se había marchado hacia los Estados Unidos y que de allá vino repatriado (o reasentado, como se le dice ahora) en su actual estado de enajenación, entre otras conjeturas sin fundamentos.

La última vez que lo vi estaba sentado, como siempre: sobre una piedra, frente a la Sala de Rehabilitación, inmerso en su mística aura de desamparo. Cuando pasaba frente a él, me abordó y, sorpresivamente, me pidió un cigarro. Aunque parecía inofensivo, no sabía cuál sería su reacción, pero sin pensarlo dos veces me le acerqué con precaución, lo saludé de palabras y le extendí el cigarrillo. Mientras lo tomaba y me daba las gracias, pude observar en sus ojos fijos una mirada perdida más allá de la realidad.

Ya repuesto de la sorpresa, mientras me alejaba le pregunté su nombre: ¨Alfredo¨, me dijo. Fue la última vez que lo vi. Y me quedé con el anhelo de conocer la verdadera historia de esa suerte de Caballero de París que deambulaba por las calles de Playa Larga. Por una cuestión de ética y de respeto hacia su intimidad personal, nunca le tomé una foto, aunque ganas no me faltaron. De todos modos, no era necesaria porque todos, al igual que yo, lo pudieron ver. (Juan Alberto González Machado - La Voz de la Victoria).

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