, Año 64 de la Revolución______________________________

PARA LA HORA

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El mudo mundo de Ernesto

Ernesto Sosa Cepero / Foto: Ayose García Naranjo
Ernesto Sosa Cepero, un señor que le sabe cantidad al silencio y a la paternidad, vive en La Ceiba, una pequeña comunidad ubicada en la Ciénaga de Zapata, perteneciente a la provincia de Matanzas más por geopolítica que por geografía.
En un día tranquilo se llegaría desde ahí a Cienfuegos en menos de dos hora a pie y él lo hubiera caminado con facilidad antes, pero ahora con 92 años las piernas se le han debilitado y en ocasiones se le doblan contra su voluntad, como dos ramas de árbol muy cansadas por el vaivén del viento, y cae al piso y no puede levantarse y tiene que gritar por ayuda. Entonces pide que algo, un viento fuerte, un llenante– una inundación-, la muerte a la que la guagua llega demorada lo saque de la realidad porque no soporta sentirse títere de su vejez.    
Vive al lado de una calle sin asfaltar, detrás de un platanal junto a su hijo Elenio que vino desde La Habana a cuidarlo en sus últimos años. Ahí, tranquilo, desde su silla colocada en el patio de su hogar, contempla los pocos animales de crianza que le quedan.
Tal vez empine las orejas para escuchar los sonidos a su alrededor, los balidos de los chivos que se alimentan en los herbazales cercanos, el viento que levanta barahúndas de un polvo amarillo que cuando se superpone al fuerte sol da la impresión de un verano al cuadrado, los esporádicos ronroneos de los motores de los automóviles que entran en el batey.
Sin embargo, se frustra porque él hace años que oye muy poco, para no decir casi nada, y está como un anciano reyezuelo sentado en su trono, donde las objetos y las personas ya no conversan con él, aunque conserve su majestuosidad, y lo único que distingue son las apariencias, y se aburre porque de apariencias y visiones borrosas se obstina el hombre.
Resulta triste cuando a alguien el mundo se le vuelve mudo y se queda solo con sus pensamientos y sus memorias. Entonces, como en la mitología egipcia, uno se juzga al colocar sus actos en una balanza, en uno de los platos las buenas acciones realizadas y en el otro una pluma, en este caso quizás sería de cotorra o de zunzún, y compara sus respectivas levedades; pero en ocasiones no es uno mismo quién debería sonsacarse por dentro, sino buscar las huellas que hemos impreso en los otros.      
EL PADRE
Ernesto se quedó desde muy niño huérfano y no le quedó más remedio que morder el monte. “Caza, el hacha, hice de todo. Los terratenientes a mí me daban bastante trabajo, porque yo no iba a majasear. Imagínate que labraba polines”. Estos son los travesaños que se colocan en las vías del tren. En estos tiempos de vacunas contra la polio y Dora la Exploradora, resulta extraño imaginarse a un infante que derribe un árbol a hachazos, de él a puro golpe extraiga la pesada viga de madera y se la eche al hombro para trasladarla por kilómetros de tupida vegetación.
“Había que sacarlos a pulso y cuando había llenante el agua nos llegaba hasta el pescuezo. Recuerdo que llevábamos un pozuelito con un poco de harina para todo el día porque no teníamos comida. Las tiendas estaban abarrotadas, pero no había dinero. No pude estudiar cuando muchacho; sino de viejo y llegué solo hasta sexto grado”.
Cuando triunfa la Revolución, se hace miliciano. No participa en la batalla de Girón y lo confiesa con un poco de abatimiento, un hermano suyo sí combatió durante la invasión, pero va hasta Pinar del Río a la caza de bandidos. En este tiempo es que comienza su sordera. En un ejercicio militar estaba en el medio de un cuadrilátero conformado por cuatro cuatrobocas, 16 bocas en total, que dispararon al unísono, 16 gritos de pólvora, que le provocaron la pérdida de la audición del oído izquierdo.
Con el tiempo empeoró y ahora para hablarle debes colocarle la mano alrededor de la oreja derecha y gritarle a través del cono de carne como si fuera un megáfono y aun así no entiende bien.
“Después manejé un camión, un V8 tirando tierra y esas cosas, durante quince años y no oía nadita cuando la policía me llamaba en la carretera”. Una sonrisa se le escapa.
Ernesto es de Babiney un pueblo que queda en la provincia de Cienfuegos. Se casó con la madre de sus hijos y se mudó para El Rincón, una comunidad cercana a la Ceiba, y después le ceden la casa que habita en la actualidad que era un comedor obrero abandonado.
“Luego me fui a trabajar para la agricultura y ahí estuve cantidad de tiempo, chapeando y esas cosas. No pude seguir porque las piernas ya no me dan para guataquear. Ahora tengo que estar sentado casi siempre; aunque para arriba, los brazos y todo eso, me siento bien”.
Para que no se dude de su vigor explica: “Tengo una salud divina. Mi nieta me llevó al doctor y el médico se quedó azorado por mi edad y como estaba. Me dijo que el corazón lo tenía como un niño y que en los pulmones no encontró absolutamente nada”.
Tuvo seis hijos, dos hembras y cuatro varones. Dos viven en La Habana; el que lo cuida y el mayor, un tercero anda por Cienfuegos y es oficial de policía. En la Ceiba están una de las hijas y el varón faltante, y la otra hembra se encuentra en otro batey de la Ciénaga.
A todos ellos se les ofreció a sí mismo en sacrificio, como a las más bella y peligrosa de las causas, tanto para que tuvieran, aunque sea, unas monedas que le tintinearan en el bolsillo para ir a la escuela o, más importante aún, la parte que no se puede pagar, si quiera por el Fondo Monetario Internacional y sus grandes bóvedas, la atención.
En ello gastó capas y capas de caucho de las gomas del camión, removió la suficiente tierra con la guataca para armar una pequeña montaña como un primitivo dios, y en el proceso perdió la fuerza en las piernas y su banda sonora. Mas solo hay que conversar con uno de sus hijos para percatarse que el esfuerzo no resultó vano o tan fugaz como las barahúndas de polvo amarillo que envuelven al batey.     
EL HIJO 
“Antes mi papá vivía con el otro hermano mío, el policía, que iba y venía; pero ahora en el estado en que está tiene que haber una gente permanente. Si él se agacha a recoger una cosa, no se puede parar. Estoy aquí porque él va a cumplir 92 años y no le gusta estar solo y quiere que sea yo quien lo cuide; porque él no quiere ir para casa de ningún hijo para no estorbar”.
Elenio Sosa Ricardi hace cinco años que abandonó La Ceiba y se asentó en Lisa, ciudad de La Habana. Allí trabajaba en la chapea de carreteras. Sin embargo, debió abandonar su empleo y su nueva vida para cuidar al padre. En la actualidad labora en el campo con el hermano suyo que habita en mismo batey o utiliza la perífrasis verbal tan cubana para designar que no tiene puesto estable “hago lo que aparezca”. 
“Por ahora no tengo mujer ni hijos y por eso quiere que sea yo quien lo cuide, porque me entiendo con él. Si el viejo va para casa de mi hermana aquí cerca, entonces piensa que va a molestar. Además tiene sus privacidades. Por ejemplo, me dice que se va a acostar y yo no puedo encender luces o el televisor, ni nada de eso; así que yo me voy para el pueblo”.
A Ernesto, acostumbrado al tenue y anaranjado brillo de las chismosas, nunca le agradó el blancuzco y mortecino resplandor de los bombillos eléctricos. Cuenta que cuando joven iba a Cienfuegos de visita y que le molestaban tanto las luces de la ciudad que dormía a la orilla del mar donde no alcanzaran siquiera los focos de los carros.
“Se aburre mucho, porque no oye y no puede entretenerse con nada, y entonces le cae sicosis y te manda a ver que fue aquello o lo otro y así me tiene permanentemente”.    
Elenio pensó en llevárselo para La Habana, pero él no quiso. “Quiero morirme aquí y de aquí para el cementerio; porque aquí me acuesto a la hora que yo quiera”, comenta siempre Ernesto.   
¿Qué tan buen padre debió ser cuando su hijo abandonó los balcones kamikazes y el agitado ritmo de electrorumba de la Capital por La Ceiba, un huequito en lo verde, como si un niño con el pulgar hubiera abierto un pequeño agujero para jugar a las bolas en el medio de la Ciénaga? 
“Después de estar allá volver es un cambio, cambio; pero por el viejo yo hago lo que sea, porque el dio la vida por nosotros y todavía hoy me tiene como un niño chiquito; si salgo un ratico ya está preguntando por mí, que dónde me metí; incluso aquí adentro si estoy en el cuarto y no me ve, anda peleando por si me fui y no le dije nada”.
“Imagínate que cuando se divorció de mamá, todos quisimos quedarnos con él. Cada cual después cogió su camino y aun así seguía detrás de nosotros como si fuéramos niños chiquitos. Luchó por sus hijos, aunque tuviera solo 20 pesos. Dejó hasta el vicio de cigarro cuando vio que no podía mantenernos”.
Cuenta Gabriel García Márquez en su libro de memorias que quitarse el hábito de fumar es como matar a un buen amigo, ese que te consuela en los momentos de estrés, el que te da los buenos días recién despertado, el que conversa contigo mientras tomas un café caliente. Sin embargo, Ernesto se despidió de ese compañero, que venía junto a él desde la infancia de polines y pozuelitos con harina que no servirían ni para alimentar gallinas, para poder costearle la educación a su descendencia. Tanto los que tienen el vicio como los que no, pueden calcular cuánto amor filial es necesario para realizar este gesto.
“A veces yo lo escucho que dice Ayy Cubita, ayy Patria mía. Hace falta que algo me quitara, que ya yo no sirvo, que ya no puedo hacer nada; yo quisiera mejor estar muerto que vivo”, comenta Elenio.
Ernesto Sosa Cepero piensa que pierde su humanidad de a poco, si entendemos este extravío como el no poder oír la sonrisa de paloma alborotada de los nietos o tener que caminar tan despacio que parece que el tiempo se detiene para que no le fallen las rodillas. Sin embargo, la condición humana va más allá, más al centro, más adentro; se haya en el cariño de sus hijos, en la Isla caimán incrustada en el pensamiento, en la necesidad imperante de entenderse útil. Y si es así, entonces está más vivo que nunca. 


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